domingo, diciembre 17, 2006
- Don Hector, hasta cuando va seguir arreglando ese cacharro- me diría Doña Teresa. Pero ella sabe mejor que nadie las razones de mi terquedad por repararlo una y otra vez. Fue Doña Teresa la que me ayudó a ubicar a Ana en la cama a la espera de la ambulancia. Ambulancia que tardo 20 minutos eternos, suficientes para que la muerte se la llevara.
Los minutos previos a la partida de Ana fueron muy perturbados. Rememoro esa tarde y veo lo muy calurosa que fue. Parecía haberme fundido a la silla de ruedas y estaba ansioso que Ana llegará con el ventilador nuevo.
Ahora que recuerdo bien, deseaba ver entrar por esa puerta más al ventilador que a Ana. Simplemente me conformaba con que el ventilador tuviera unos piececitos que le permitieran caminar desde el supermercado, mientras Ana seguía realizando las compras achicharrada por horas con un sol que quemaba la piel. Después de muchas horas en las que la ansiedad por tener ese ventilador se transformaron en ira, vi entrar a Ana por la puerta. Parecía haber atravesado el desierto con ese montón de bolsas que estaban a punto de cercenarle los dedos. Sin ayudarla en lo más mínimo, pregunte por lo que había estado esperando durante toda la mañana. –¿Trajiste el ventilador, Ana?-. Ella me miro con una cara como tratando de entender mi pregunta, mientras las bolsas caían de sus manos –No quedaba ninguno-, me dijo, -me indicaron que es probable que la próxima semana estén a la venta nuevamente-. Al escuchar lo que decía Ana, di la vuelta y me encerré en el baño como un niño mimado.
¿Qué será lo atrayente de ese baño, que en cada ocasión en que he necesitado ocultarme como un cobarde, me recibe con las manos abiertas?. Lo hizo cuando precisé evadir a Ana, y también cuando me oculté del posible estallido del tostador. Pareciera que no solo sirviera para lavar la mugre externa, si no, para limpiar mis pusilánimes rabietas.
-No seas tan rabioso, te traje un tostador para que calientes el pan-. Me dijo. Después de unos minutos de discutir con el espejo del baño, decidí salir. Mientras veía a Ana tendida en el suelo me paralice completamente, y no solo yo, la silla de ruedas parecía no querer avanzar, como si sus ruedas repentinamente hubieran tomado una forma rectangular que impedían su movilidad. Sintiéndome un total inútil, comencé a llamar como un desaforado a Doña Teresa.
Al día siguiente la ola de calor que acechaba la ciudad desapareció por completo.
Ana, siempre fuiste tan precavida; es muy probable que hubieras sabido con antelación del fin de las temperaturas altas y simplemente decidiste no comprar el estúpido ventilador. Que digo, el estúpido fui yo, yo mi enceguecimiento que me impedía ver lo maravillosa que eras. O Ana, sustento de mi vida perdida, no sabes lo difícil que se torna cada año sin ti. A pesar de que riego a diario tus rosas, jazmines y margaritas, me ha sido imposible evitar que se marchiten, mejor dicho, toda la casa está marchita y envejecida. Las colillas que se acumulan entre los cojines del sofá, las migas de pan ocultándose detrás de la cocina y mi corazón desangrándose por todos lados. Es cierto que debería asumir de una vez por toda tu partida, pero no soy yo el que no quiere olvidarte, es mi alma que te tiene adherida como un molusco a una roca. No sabes Ana, como ansío odiarte a ti y a tu obsesión por entregarme toda tu vida, y conformarte con mis torpezas y berrinches sempiternos. Maldita y amada Ana que me lo diste todo, hasta un tostador para calentar el pan en mis días de eterna soledad.
Nacho Vegas - Ocho y medio